El equilibrio de fuerzas en el Tribunal Constitucional se corresponde a una correlación de criterios ideológicos como no podría ser de otra manera. Conciliar la constitucionalidad de leyes con tanta carga política como el Estatuto de Cataluña hace inevitable que el derecho esté analizado a la luz de convicciones políticas. Y eso no es solo ineludible sino que es una consecuencia positiva del compromiso ideológico que tienen también los jueces y que tamizan sus interpretaciones a la luz de sus propias convicciones.
Ocurre que cuando la resultante se corresponde con los propios anhelos, el Tribunal es fantástico; y cuando los discute, reprobable. Todo juego tiene unas reglas y estas son la condición de que el juego sea posible. Y las normas son vigentes cuando favorecen y cuando perjudican porque esa es la esencia de cualquier encomienda que merezca ser reglada para que el resultado sea incuestionable.
En los últimos tiempos hemos asistido a coacciones del President de la Generalitat, José Montilla, que anunciaba grandes movilizaciones y rechazos ante la hipótesis de una sentencia sobre el Estatuto que modificara los términos en los que fue aprobado en referéndum. Es una posición inaceptable porque es un mal sustitutivo de la pretensión de que no exista la cámara de apelación del Constitucional como interprete supremo de la Constitución y garantía de que las leyes siempre estarán subordinadas a la Carta Magna.
En el fondo la actitud de Montilla y quienes como él en el fondo proclaman la rebelión ante una sentencia adversa tienen la misma disposición de ánimo democrático que Batasuna o el Partido Popular, porque en determinados momentos los tres coinciden en no respetar el estado de derecho.
Naturalmente que es irritante la dilación de los plazos en los que el Constitucional está trabajando en la sentencia. Es irritante la sensación, o la evidencia, de que algunos magistrados están atados por fidelidades políticas, más allá de las propias convicciones ideológicas. Pero este es nuestro Tribunal Constitucional y sería inadmisible que algunos defectos lo anularan. Y si quienes piensan que los déficit en el comportamiento del Constitucional le quitan legitimidad, debieran exigir su disolución sea cual sea la resultante de sus sentencias.
Si al final todos y cada uno de los partidos no aceptan las instituciones del estado de derecho en la medida que sus resoluciones no les satisfacen, el estado en sí mismo está en cuestión y la democracia es intransitable.
Uno, a efectos dialécticos, estaría dispuesto a contemplar la insumisión de los partidos nacionalistas que en el fondo no se sienten constreñidos por la Constitución; observar a Montilla en rebeldía contra la institucionalidad es mucho más triste porque demuestra que sólo acepta la reglas del juego cuando le favorecen.
Carlos Carnicero es periodista y analista político